Hace tiempo que asumo la culpa 

 

Las cartas de los bares y, las recetas de botica, están desenfocadas incapaces de saber si lo escrito es verdad. Empezaban a tener tanto tiempo que las personas que sabían preparar la formula maestra no habían dejado ni herencia, a base de polvos y mano. Ambos se llevaron al más allá sus secretos para dar con la verdadera formula magistral. Se intercambiaban pacientes y clientes. Habia quien pensaba que no existía mejor remedio que las gambas al ajillo o un pescaito frito con unas cañas , esa alegría con los amigos. En verdad a cada uno se le oxidaba cualquier dolencia. Se olvidaban de sufrir en el bar y, allí se barrían para la basura directos.

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Ya los únicos que se acordaban de mi, eran los actores de tercera, a la hora de repetir la escena. A más de un barrigón indigesto de albóndigas y salsa claro esta, de barra y media de pan. No le quedaba más remedio que preguntar en farmacia por alguna que otra sal que apaciguara el estomago. Lo que fuera que fuera que reestructurarse el mal momentáneo, para seguir luego con la pitanza, así hacía también el cojo, para disimular sus dolores, o el afectado de cirrosis o el mismísimo Dionisio, el cura, que con con apenas un constipado era incapaz de dar misa , pero tarde o temprano al verse sano, coincidía con media parroquia en el bar de al lado o el mesón de Damián. Hay que entender al personal, el vino de misa era peleón y, los chatos al que le invitaban nunca dejaron de ser de Rioja. Esas cosas se agradecen.

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Eramos y seriamos pecadores pero agradecidos. No iba a dar una botella por perdida San Dimas al fin y al cabo. Ladronzuelos pero de corazón bueno y, estos pecadores borrachuelos con sus tarilla cada uno.  A decir verdad ninguno dudaba en hechar una mano si algo se torcía. La persona que aprendió ambos trucos, los de la farmacéutica y la barra del bar, tenía su casa en la calle, no dudaba en alicatar su hogar con cartones. Embellecerla con bolsas o, cualquier objeto que encontrase en el vertedero. La primavera en la calle tirada.

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Hay quien tiene miedo a los momentos que preceden a la oscuridad. El temía a los vivos y a sus incongruencias. Alguien recto, o minimamente cuerdo, no tenía por que aparecer apaleado por los difuntos. Alguien que vive en la calle tiene todas las papeletas posibles para antes o después  quedar sesgado por la página de algún libro de Freud o Jung. También pudiera ser les diera por prendernos fuego o simplemente por arrancarnos la piel a cualquier hora de la noche y, con un poquito de suerte, al mediodía para poderlo grabar  Full HD y con la mejor luz.

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Su domicilio era itinerante, sus conocimientos no. Era capaz  de sanar a cualquiera menos a si mismo, es una cosa  que tiene tener la cabeza abierta, sin pestillo, de par en par. Más que comer, tomaba café a todas horas, resultaba más barato, a pesar de que algunos de sus compañeros y compañeras le obligaban a consumir sólidos a lo largo del día.  Erigido como una estatua en mitad de la calle como una estatua, en los días de frío y, mañanas de niebla. Lo único que le quedaba por hacer era rezar en la puerta de la iglesía de Don Dionisio, allí este al menos le ahuyentaba de malhechores y escoria. En 5 minutos no se levanta una iglesia pero si se da cuenta uno que todo es cuestión de aptitud.

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