Dictadores a la cara
En una oleada de mal gusto comencé a conocer a aquellos que iba a comenzar a a llamarse mis amigos, durante aquel verano. Vivían relativamente cerca y sin que nadie les otorgara poder ninguno se presentaban en casa día tras día, como una congregación para ver su santo. Bajo aquel sol de la Toscana. Era bastante difícil impedirles la entrada ya que ellos eran familiares directos de las personas que me alquilaron la vivienda , para pasar mi pequeña temporada mediterránea. Nunca tuve claro que rango en el escalafón familiar tendrían pues no me importaba lo más mínimo averiguarlo y esa fue una gran verdad que siempre jugo en mi en contra. Mi enemigo no me interesaba lo más mínimo y eso se paga tarde o temprano.
El problema no solo consistía en que eran muy pesados si no que la accesibilidad de la vivienda que a pesar de ser un encanto, contaba con una puerta delantera, puerta trasera y varías ventanas que daban a la calle a la altura de la acera invitando a pasar a cualquier transeúnte amigo de cenar en casa ajena, una vivienda propia para fiestas y jolgorios y de la que se adivinaba que su dueño no poseía grandes fortunas, pero si grandes amigos y variedad de ellos. Esto era verdad y la gente entraba y salía por cualquier agujero de la casa. Vaciaban y llenaban la despensa a sus anchas , vinos, quesos, pasta, ahumados o curados , licores de alta graduación. Haciendo de la cocina un gran punto de reunión y donde los cócteles no paraban de servirse con alegría, con los lambruscos que acompañaban a los tortellinis de ricota con salsa de setas.
Esto podía alargarse toda la tarde, que invitaba a francés 45 y bailes de jazz en la terraza sobre los hombros del más guapo, hasta la mañana siguiente. Aletargados caíamos en un sopor que solo la siesta sin horario ni agujas pendientes manifestaba que eramos capaces de esquivar el cansancio. Y otra noche y, sus estallidos, y sus deseos, y sus francés 45 y, sus adivinanzas de adolescentes precoces siendo ya demasiado mayores para acertijos y besos robados por rufianes.
Ellos aparecía y desaparecía, así como los dueños de la casa, intentando buscar algún desperfecto ocasionado por los ratos ociosos, casi imposible no hacerlo, que no faltase algo o no se removiera. Pero todos esos amigos que entraban y desaparecían también tenían algún oficio y, a nadie le molestaba reparar un puerta mientras otro le preparaba un mojito. Yo intentaba aprender algo de Bebopp a la trompeta poco, pero aprendí a improvisar. Una mano, un cocktaíl, un beso. Un amigo al que curas mientras otro te suma heridas imperfectas. Desde entonces no volví a ejecutar una sola escala recta. Swing.
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