Butacas auxiliares
Son de esas historias que no vienen solas, y se quedaban a contar en todos los sitios que las había oído. Yo seguramente no era el último que dejaba al resto con la miel en la boca y a decir realidad no creo tampoco creo que nadie sepa como acaba. Seguramente ese era su verdadero encanto, se podía escuchar su narración en muchas poses, países y horas diferentes, amoldada al momento que hiciese falta. El final cambiaba para adecuarse al momento oportuno. Ya fueran princesas, borrachos, soldados o niños. Por eso después de abriros bocado empezaré a narrar el primer día que yo la escuché o a decir verdad la primera vez que la recuerdo, pues seguramente vestida de otra manera se habría colado dentro mia, en algún otro cuento , en otra estación, otro día.
Sin darle la mayor importancia para plantar su semilla, la siguiente vez que la oyera no me reventara la cabeza, ni los tímpanos con lo absurdo de las ideas que manejaba. Estaba sentado en la marquesina, en una muy importante de metro, donde se podía ver gente pasar, y donde los músicos tocaban por la suerte de alguna moneda. Sin apenas mirar la funda de sus instrumentos para no desencantarse. Los dueños de las tiendas de debajo de la tierra sobre existían y se lanzaban gritos de animo y chispados comentarios con los que hacerse reír unos a otros, con tal de pasar el día lo más placentero posible. Al fin y al cabo, no quedaba más remedio que ser un animal sin acceso al día.
Entre toda esa multitud se podían escuchar todo tipo de criticas y anécdotas. Yo con un poco de suerte cazé nuestra historia. La contaba una persona de piel muy oscura a otra de una tez un poco más clara, sin ser del todo blanca, que prestaba atención, totalmente interesada. Embutida en el asunto. Cada medio minuto más o menos repetía algo así como «no me lo puedo creer» o «si no me lo cuentas tu, no daría por cierto ni una sola frase», tampoco me importaba mucho pero me estaba poniendo nervioso con tanto pelotismo y duda.
Cuando terminaron de hablar y se levantaron del café en el que se encontraban, yo ya tenía la cara palidecida como la leche y además me dio pie a dejar de poner la cara de cotilla que se me debía haber quedado. Se levantaron, y estuve apunto de seguirlos si no fuera por que un muchacho fornido dijo a una dependienta que la historia ya la conocía. «Es tan salvaje», pero el final es completamente diferente, y comenzó de nuevo. Así hasta que vio que se convencía su interlocutora y que la convenía. Quien conoce la historia decide su final, y ese final es la verdad, por lo menos la nuestra.
Y es que la verdad nos hará libres, pero la libertad tiene el precio de la responsabilidad, de ser responsable con nuestros actos, y nuestros actos a veces son un pelin irascibles.
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