Mi olor era nauseabundo, yo mismo era incapaz de permanecer a mi lado. Buscaba las fuentes por las calles en las que ducharme y la gente observaba mi cuerpo como algo no salido de su misma naturaleza. Con una esponja medio raida. Las monedas me las repartía entre comida y productos de higuiene de dudosa calidad pero que al fin y al cabo cumplían ciertas promesas que hacian en el envoltorio. Tampoco la comida se esforzaba en ser todo lo que en las fotos y sus primorosas presentaciones me engañaban al creer en algún momento calmarían mi hambre.
Trozos de plástico. Que tan solo alargaban mi muerte. Me conformaba con poco. Así que a nadie le hacía cómplice de estos pequeños trozos de pensamiento. Tan solo al camarero de un pequeño bar al que de vez en cuando acudía a comer bocadillos calientes. Y del que sacaba algún provecho por ayudar a sacar los desperdicios y las cajas, también a ordenar las botellas. Comer viandas de verdad me hace sentir vivo. Unos pimientos entre pan y pan, con un poquito de queso y aceite recupera al más pintado, pero en el barrio no eramos bien recibidos. La gente como yo, los verdaderos habitantes de la calle.
Aquellos que conocemos de sobra cada esquina. Y los recuerdos nos hacen sitio para dormir. Somos capaces de indicar a cualquiera cualquier sitio, ya sea el más lujoso o donde se ronda la indigencia. A pesar de tener nuestros propios cotos. Donde no solemos dejar a nadie pasar. No por elitismo. Simplemente por seguridad. Es fácil que cuando se conocen nuestros lugares favoritos para echar una cabezada, aparezca tarde o temprano un policía. O algún grupo de niñatos con cama fija para demostrar que clase de gente no quieren ver cerca.
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