Me resultaba extraño salir de mi propio agujero. Y lo hacia cada día. Ella me había pedido que no lo hiciera en caso que hiciese falta. Y me hacia creer que le daba patadas en su tumba. Colocaba cada objeto que me dejo después de su muerte. Sabia que aquello debía tener alguna explicación. Mientras se postulaban en mis puertas sus parientes más cercanos. No era yo quien les iba a dar el gusto. A pesar de hablar con ellos de vez en cuando. Me imagino se figuraban que todo era oro y preciosidades a los que tenían que dedicar algo de su tiempo.
En verdad solo ella y yo nos preocupábamos por aquellos objetos y les dábamos un valor sentimental. Más allá del económico. Como a las guitarras. Unas valían una millonada y otras cuatro monedas, pero todas nos habían acompañado el tiempo suficiente y las habíamos sacado los sonidos necesarios para que cumpliéramos delante del resto. Casi nos quedamos sin algunas de ellas en un par de aduanas. O los ordenadores obsoletos donde guardábamos las maquetas viejas. Donde encontrábamos explicación a lo que ahora hacíamos. Me quedaba solo ante tanto peligro.
Y en la puerta gente que no veía en años preguntándome cual era su parte del pastel. No existía día en el que no tuviese que salir a explicar que no quedaban dulces para ellos. Lo que escondía dentro de tanto cartón, permanecería a buen recaudo. Para noches sibaritas en las que me preguntase como sucedió todo. A solas, para paladear una amistad que venia desde la pubertad. Saltar a los trenes cuando aun estaban en marcha, agarrarnos a los coches en patines o simplemente largarnos al campo en el momento que nos viniera en gana. Dejarlo todo y desaparecer. Para encontrarnos frente a frente.
Disfrutar de lo que teníamos al lado. Del día. Y más tarde del anochecer en un lago o un acantilado al subir una montaña. Así lo veíamos todo un poquito más claro. Se había empeñado en dejarnos y nosotros ( especialmente yo ) en que no nos dejara, pero un compromiso es ineludible, y más si es con la huesuda. Que nos tambalea a todos. Taponándonos los oídos, como cuando nos falta oxígeno. Dejándome sin aire para dar la siguiente bocanada. Cerrándola los ojos. Sin dormir. Confudiéndola en el día que vivía. Según falleció no lloré.
Bajé a desayunar chocolate con churros como cuando volvíamos de farras, y me deje volcar sobre la cama que tenía al lado. Para llamara casi toda la gente que debía incluyendo a agente y familiares. Ahora me tumbo en los cartones y te recuerdo. A solas. Saldremos de esta. Con nuestras canciones rotas.
Un comentario en “Pedidos extranjeros”