Había disimulado y siempre lo había hecho bien. Incluso en su casa cuando era pequeño y le horrorizaba el salir los fines de semana con la familia e imaginaba todo tipo de atrocidades que podían acontecer al cruzar el umbral de la puerta. Y ponía buena cara, a sabiendas que un día de picnic en el campo podía significar morir ahogado en el río. O ir al zoo como planeaban sus padres y hermanos con toda laxitud no era más que darle pie a los leones para convertirse en un fabuloso bocado.
O esos malditos malhechores que pululaban por las calles y avenidas de su ciudad natal que si se enteraban que cada fin de semana ellos abandonaban la residencia familiar podrían ponerse de acuerdo para apoderarse de los bienes y joyas que poseían, incluyendo la colección de cromos y canicas caras que tanto esfuerzo le habían costado conseguir. Si, había que decirlo, vivía en peligro y en el engaño desde pequeñito y no escatimaba en detalles para oponerse a ello. No era miedo ni una imaginación demasiado desarrollada, simplemente la realidad se podía torcer y hacer que algo saliera bien a lo largo del día pero matemáticamente y prácticamente todo era una temeridad.
Así que había que tomar las medidas pertinentes y eso incluía levar cascos, coderas, rodilleras y contratar un seguro y si no se tenía pues se buscaba, que la vida de uno vale mucho. Me busco en ciertos lugares, mientras mis mentiras son incapaces de salir a relucir. La gente quiere aplaudirme , y soy incapaz de soportarme durante los últimos 90 minutos que duro mi confesión. Me pude haber ahogado con mi propia saliva o sudor. Vienen a verme y juntan sus manitas en señal de reconocimiento mientras suenan Plaf plaf plaf, verdaderos aplausos. Debería de sentirme bien, pero me agobio como cuando era pequeño.
Me dirigen sus aplausos y lo único que quiero es salir por cualquiera de las portezuelas escondidas del teatro. Podría retirarme una vez más y decirme que tengo pánico a que me contagien algo, pero en realidad no quiero hablar con ellos y me repugna esa parte de mi ser, como el marco lleno de mugre de la puerta por la que salgo. Me hablen de lo que me hablen tengo la sensación de tener que reducirme con sus pequeños cerebros que no entienden mis teorías. Insignificantes.
Quiero que me entiendas, que no me hagas sentir que hablo con un bebe. Ajo, ajo, gu gu, tate. Como me gustaría perderme en esas pequeñas luces que de vez en cuando estallan en mi cabeza. Que me permiten moverme detrás de todo aquello en lo que creo. Tengo luces y sombras donde se esconden las vulpes, con una sonrisa agria, corren detrás mio y saben que me pueden intentar atrapar. Cogerme es casi imposible, incluso sangrando en el tiempo, que se expande en las palmas de mis manos y se extiende como una última muestra de algo con lo que tengo que realmente convivir. No se si un día o un año.
Me llaman las luces, las voces, los animales y son ellos los que son capaces de ponerse delante de las estrellas y alargar los segundos hasta convertirlos en una medida de tiempo inexacto, en lo que tú no conoces y sin saberlo habito. Cada segundo más mirando, pierdo la noción de persona y necesito guardar al alguien en una cueva profunda, mientras los demás creen de mi lo que se les antoja. Yo creo en el naufragio. El que fue, el que se equivoca, el que se arrastra por el suelo. Ese bicho raro.
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