Con los pulgares hacia arriba. Como si tuviese algo que celebrar. Una victoria a mi propia manía. Nada que descender. Mi propio profeta. Mientras se me caen los anillos una vez realizado el plan. Culminado una vez dentro. Con las orejas gachas después de ver el cuerpo yacente de un amigo. Nadie saber recuperar el pulso de quien se ha visto por un agujero que todo lo atrae. Antes o después atraídos por el abismo. Me pongo deberes y soy incapaz de dormir en una cama tibia y húmeda que me propone ojos abiertos y sonidos escrupulosos.
Todavía desarmado por mucho que tengo un pie fuera. Corre el agua y me muerdo la lengua. Duele y soy incapaz de sangrar. Darme ese pequeño gusto para escarmentar. Puntos e is desbaratadas. Todo en el mismo lugar y luego sobra sitio de forma que nos sentimos incómodos con el silencio prolongado que nosotros mismos provocamos. Dando vueltas por una habitación abierta en la que nadie se atreve a cruzar el umbral. Todos los desperdicios tirados por el suelo. Cada vez que me agachó soy engullido por ellos. Coloco mi mente más propicia y se queda a la mitad.
Intentando algo que soy incapaz de recordar cuando me levanto. Como si por ello fuese a ser amigo de tanta inmundicia. Se me quedan tantos huecos por rellenar que la escalera de caracol pliega sus peldaños y se convierte en un tobogán, en una bajada constante. En la que no existen agarraderas. Después al mar con sus corrientes, en las que me dejo llevar para terminar siempre rodeando tu vientre. Lo que nace y lo que debe de significar vida y a mi se me atraganta. Una nueva forma de permanecer en secreto. Mientras se llena de epístolas el jardín que conocimos. Lejos de ser sagrado o fortuito.
Lo que entre los dos plantamos para disfrute de nuestros vástagos que juegan con las ramas y las raíces cerca del agua dulce. El mismo que poco a poco fuimos llenando de otros elementos de alma más oscura que desean la flora y la fauna. Batiéndolas, regándolas con su densa sangra en las orillas y las cunetas. Las que pusieron rejas para que no escapara nadie. Murieron los deseos, y los lugares por donde se anunciaban nuevas historias, y al oído me contaban las fantasías de los seres en los que nadie cree.
Vivo tumbado boca arriba mirando el cielo, pensando en las nubes y en sus formas hasta que ellos tienen a buenas el acercarse, y ofrecerme alguna historia, y algo de comer. Intercambiamos jugos, viandas y miradas. Sin dejar de confiar los unos en los otros. Esperando tiempos mejores. Cuando la lluvia arrecie y se pueda salir sin que roben el tacto de terciopelo las escopetas o las mentes más negras. Damos vueltas y hacemos piruetas sobre el verde. Empiezan a sonar músicas e instrumentos de madera. Sin tener nada que recordar, escribiendo el presente, sin nada que contar de antes, sin apresurarnos al después. Cantando, silbando, siendo en este momento. Vivos e inertes.
Un comentario en “De sobra”