Se quedaba mirando los últimos coletazos de algo que se suponía era lo único que le hacia moverse. Era la inercia, la imaginación del propio asesino que quería aplacar las voces que comenzaba a escuchar entre sus orejas y su pequeña cabeza. Como venganza solo había sido capaz de clavar un cuchillo entre sus sendos pechos repetidas veces, hasta que los ojos parecían un vidrio mojado. Palabras en desuso que juntas se volvían absolutamente nada. Un sueño que se rompía. Hiciese uno lo que hiciese por parecer algo mejor. Había quien dejaba detalles en los lugares en que ejercía sus pequeñas venganzas contra el destino.
Hoy solo se podía llorar como un niño pequeño. Lo que sin luchar no solo se pierde, si no que ha de admirar en el suelo, tirado, sin que exista motivo alguno. Todo puede terminar. En el mismo lugar , cubierto de mugre y olvidado. Era la última parte de un estribillo, que solo se recuerda en ciertos bares a unas horas en que nada deseaba estar despierto. Incluso así nos quedábamos despiertos con los ojos abiertos «como platos», las pupilas deshidratadas, deshabitadas, y apenas recuerdos.
Debilitados los buenos sentimientos, por los parches que tenemos que poner de vez en cuando, mientras respiramos hondo, y hacemos que nos creemos nuestras propias mentiras y las que nos cuentan, nuestro lado más honesto. Aún quedan espacios vacíos y nos ahogamos. Quiero darte mi mano y no sucumbieras, pero soy yo quien tiene el agua al cuello. Vicios viejos, antiguos que aun recuerdan cuando nos estabas. No se por que los sigo manteniendo. Me tengo que hacer mirar esas cosas. El paso cambiado, una costumbre, sabiendo que me equivoco. Te quiero tener cerca, y son estas dudas las que nos hacen viajar juntos. Te aproximas y somos los mismos.
Gestos caídos y extraños, que se me hacen comunes. Quisiera que fueran un momento. Como una fotografía. Revelaciones de otros sitios. Negativos en blanco luminoso, desenfocados. Un día detrás de otro fueron escribiendo tu nombre, una línea imaginaria, que se traspasa. Una confesión en caliente, que se queda corta. Cuando se quieren saber los nombre propios de las personas que se atrevieron a mirar a la cara a todos lo que se quedaron durmiendo en la calle en los días que nevaban. Escuchando el cuento de la cerillera. Días azules, con zumos de margaritas quemadas por el frío.
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