Figuras que se desdibujan desde algún lugar que se debe de parecer a un recuerdo. Vuelven sin saber demasiado que son parte de mi mismo. En mitad de la noche, a medio despertar para decirme que hay un cambio de ritmo en mi vida. Lo que debo de comenzar y de concluir. No suelo hacer caso, y los problemas se agolpan en mitad de mi portal sin dejarme salida alguna. Los clásicos y los bares oscuros donde se esconden vienen a recordarme que no siempre somos dueños de nuestros actos. O por lo menos no tenemos más remedio que asumir ciertas intenciones, si queremos seguir nuestro camino.

Las dudas son un añadido al día a día. Trampas en el fondo de las alcantarillas con mugre que lleva nuestro nombre, y que si saltamos con una bonita pirueta, lo que logramos es tan solo que se acumule. Tarde o temprano las manos terminan manchadas. Fruta que se estropea y pudre nuestros dientes, recovecos en los laberintos en los que nos creemos invisibles y somos tan accesibles a las bestias como en la mitad del día. Solo conseguimos engañar a nuestra conciencia adormecida por las mentiras y los calmantes que somos capaces de encontrar en cualquier lado.

Depresores y depresivos que se añoran a la hora nona. Palabras que gotean en mitad de un cristal sucio que se confunde con un espejo. Lagos que nos devuelven su mirada triste en el medio de la noche, con lo que lo único que somos capaces de encontrar es nuestra propia mirada algo lacerada. Llena de llagas. Como piensan dejárnosla por enésima vez. Huir no es una posibilidad, cuando nos conocemos de la forma en que lo hacemos tu y yo. Buscando puertas en mitad de algo que se encuentra ya partido de antemano.

Un folio gris en que se borran las palabras que nos pudiéramos decir. Quemar como un mechero de gasolina es la única opción, a prueba de viento y lluvia. Sin ningún tipo de temor. Nuevas horas que nos exigen reinventarnos todas y cada una de las frases de nuestro propio guión. Teléfonos que suenan a deshora. Sin saber quien es. Jugándonos con cada nueva llamada las palabras y la sorpresa de no poder escapar hacia ningún lugar. Gente que se empeña en vernos siempre en el mismo sitio, como si existir fuera parte de una jaula.

Saber de sobra que en cualquier momento podemos hacer lo que nos venga en gana. Cada uno juega su propia existencia. Cada paso, cada movimiento cuenta como en un tablero de ajedrez, en el que nos empeñáramos en insertar un tercer color a cada nueva jugada. Nuevos precios para una sola decisión, pero nuestra. Todo nuevo. Al son del viejo baile Charleston. Nadie puede perseguirnos. Dejamos caer unos pasos, tan solo unos movimientos, acompañados por la danza. La que elegimos para nuestra coreografía. Ser el director. La directora.