Canciones antiguas que se alojan en la cabeza sin dejar de martillear. Proponiéndonos ideas nuevas. Andando solo. Sin nada que hacer a la vista. Siempre solo. Las paredes hablan, y dejan su impronta. Café en la taza que se enfría a cada sorbo, y pelos pegados a cualquier lado como si nos esquilaran cada vez que presentásemos una idea. Con la capucha puesta. Esperando siempre el vendaval. Las persianas echadas a cada paso que damos, nadie quiere que sea transformada la tranquilidad del hogar. Pasos uniformes, y de repente unos claqueteos de jazz. Nadie puede dejar de sucumbir a unos pasos de baile en la calle, y menos nosotros.
Tanto ladrillo visto no puede ser bueno. Bajamos las escaleras y nos dejamos caer con ellas. Todo el peso que llevamos y las ideas oscuras que nos acompañan. Cada grito que acumulamos por lo que vivimos hasta ahora. Esconder dos o tres secretos por los que se nos amputaría los dedos de antemano. Notar las extremidades heladas por el viento de la calle y las palabras oídas cada mañana. Salvar nuestra consciencia de nosotros mismos. Continuar andando con un rumbo fijo para que nos sellen un trámite que nos permita seguir subsistiendo.
Las agujas del reloj juegan en nuestra contra, robándonos clicks, y pequeños momentos de los que no eramos conscientes hasta ahora. Limándonos como guijarros. Segundas partes que se antojan horribles. Y por las que no quedan más remedio que pasar. El último sorbo de una taza que se nos apetecía llena. Otros minutos que no son nuestros. ADN en las uñas de tanto abrazarnos a quien intenta callarnos. Lucha incompleta, perdida. Sueños lúcidos que terminan con lágrimas en los ojos al comprender el significado. Toda la noche esperando a que se repita, con la ingenua perspectiva de tener una segunda oportunidad. De salvar lo que un día sentimos como nuestro.
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