Con la suerte metida en una taza

 

No suelo ver amanecer, ni esperarme a tu llegues para hacerlo juntos. Subir a la azotea, sin pedir permiso en un sitio donde los colores empezaron a sobrecogernos y, más tarde la luz que envolvía nuestras mentes comenzó a tener que hacer un hueco a la claridad y azules del nuevo día. Un rosa anaranjado nos fue comiendo el terreno, hasta hacerme confesar que en ese momento no podría comulgar con todo lo que llevaba a mi espalda. Cualquier cosa era capaz de hacer de nosotros personas vulgares, y nosotros dejarnos llevar hasta conseguir averiguar que fecha se alejaba y cual se volvía con ganas de barro.

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Nadie podría acusarnos nunca de nada, ni de tener extorsionada muestra mente con pensamientos sobre cualquier cosa que se paseaba en un tono burdeos, iluminando las salas a las que entrabamos. Paseando seguros. Día tras día lo que se nos antojaba a nuestras manos, lo cogiamos Si algo no lo puedes costear es que necesita una pequeña ayuda para venir hacia ti. O simplemente es mayor el timo de lo que estas dispuesto a tolerar y debes apretar alguna nuez que otra. Arcoiris en cristales de bohemia que se ocultan cuando están  las copas llenas. Los licores nunca me tentaron, pero sin embargo siempre me supo mejor tu boca cuando te embriagabas con ellos.

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Autofalacias que nos permitían viajar por lugares tan oscuros  que recuperabamos el color de las mejillas, algo pálidos si no nos daban lo que queríamos. Yo te quería a ti, tu a mi, y por el medio miles de chucherías que le hacen a uno reír como un niño el primer día de parque de atracciones. La montaña rusa del expolio y las ilusiones. Probar en los volantes de las faldas y  las narices de payasos. Tachones en nuestra propia ropa. Pololos para mero dementes por los que se podía ver la inmundicia y el hambre. Y los más divertido de como bailarla y regocijarse en ella.

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Platos vacíos que escondían en el centro una bala, un agujero por el que uno podía observar los desperdicios de un almuerzo y las vergüenzas de quien lo había probado. Enaguas  y ropa interior por el suelo mientras los cuerpos gemían, todo asomándose aun pequeño inciso, por el que cabía una bala. Pidiendo perdón por cualquiera de estos actos se regaba el whisky o la cazalla, el sudor y el humo influctuoso de tu cigarro mojado, que se negaba a seguir proporcionandote ese pequeña niebla azulada. Todo a un solo compás y un ritmo, el plato en el gramófono, repetía todos los sonidos que se había aprendido al escucharlos.

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Sabíamos todas las salidas por las pequeñas calles, mentir sobre nuestros nombres en las grandes avenidas, hasta volver a las cloacas. La parte de atrás de un coche nos pregunta que sucede , si puede ser lo suficientemente veloz para llevarnos. Nos alejamos, mientras nos trata como maletas de maleantes y usa mal lenguaje contra la ventanilla bajada, puedo comprobar como no se refleja en el retrovisor, yo tampoco. Faltan horas para comentarte que partí, pero ahora estoy contigo en la azotea, viendo este precioso amanecer.

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